Agarrar el bordillo con los dedos de los pies para no resbalar
Flexionar las rodillas
Arquear la espalda hacia delante
Saltar recto y lejos, en paralelo al agua, intentando avanzar todo lo posible
Entrar en el agua con las manos como una flecha
Bucear ondeando el cuerpo hasta sacar la cabeza lo más lejos posible
Aprovechar la potencia de la salida.
Creo que es mi parte favorita, la de tirarme al agua, la de cambiar de medio, del estado seco al húmedo, del terrestre al acuático. Tengo comprobado que necesito cuatro largos para aclimatarme. Cuatro largos muy rápidos, con mucha potencia. No sé si es inteligente quemar energía así, pero si no lo hago siento que el agua me expulsa. Es cómo revolucionar el motor para luego bajar la marcha, como el primer hervor de la comida y luego el fuego constante. Yo necesito esa combustión para que el escalofrío que me recorre desde la punta de los dedos, que circula por los brazos, que sube de intensidad cuando me recorre el cráneo y la columna vertebral y llega hasta la punta de los pies se conviertan en una energía sostenible, que puedo aprovechar durante 40 minutos más.
El codo es lo primero que sale del agua
Hay que mantener el grado de apertura para que no haya demasiada rotación en el hombro
Rozar con la mano la cintura cuando sacamos el brazo del agua.
Después del cuarto largo siento que mi cuerpo tiene una humedad regular, una temperatura constante en todas las partes y que está suficientemente hidratado (esto parece absurdo) pero es justo lo que siento. Es como si intentara mojar un jersey en un barreño pequeñito de agua y tuviera que insistir mucho para que todas las partes se mojaran por igual. Después de esos largos, siento que estoy correctamente empapada, igual que el jersey, que tengo un buen remojo.
Y cuando estoy bien remojada, lo que mejor me funciona es la cabeza porque creo firmemente que lo que más me ayuda a pensar es el agua. Que tengo el cerebro hecho de fibras naturales, como el ratán, como el bambú, como el mimbre, y que tengo que mojarlas para trabajar con ellas, que en seco no funcionan bien, que se quiebran.
Batir las piernas hacia abajo, sin chapotear
Las piernas son la turbina de nuestro motor
No recuerdo mi primera clase de natación, debía ser muy pequeña. Pero recuerdo perfectamente el olor a cloro agresivo de los 90 mezclado con el del césped húmedo a primera hora de la mañana y el aire espeso, salino. Era la piscina de verano de mi pueblo y más que una piscina, era un centro social, un Benidorm infantil. Íbamos a una clase y luego pasábamos toda la mañana allí gratis hasta que nos recogían a la hora de comer.
Laura y yo fuimos creciendo y las clases rutinarias se quedaron cortas, ya dominábamos el estilo y éramos bastante rápidas. Observábamos con admiración al equipo de natación que tenía las dos calles de la izquierda reservadas y parecía que llevaba ya un año nadando cuando nosotras entrábamos en el agua. Era un poco humillante estar entrenando las respiraciones a izquierda y derecha y el batido de piernas cuando a escasos metros de la piscina había chicas como nosotras, con bañadores como los nuestros, nadando a mariposa.
Un día nos armamos de valor y fuimos a preguntarle a Alicia, la entrenadora del equipo de natación, qué había que hacer para formar parte de ese club. Fue coser y cantar, nos hicieron una prueba y el lunes siguiente estábamos entrenando con ellos. Eso ya era otra cosa. Pasamos de las clases de 45 minutos a entrenamientos de dos horas y nos pusimos fuertes como toras. Cambiamos los ejercicios de corchos por medirnos tiempos a golpe de silbato y la preparación para las pruebas locales.
Creo que solo fueron dos veranos porque en mi pueblo no había piscina cubierta. Solo recuerdo dos competiciones, una en nuestra piscina y otra en el pueblo de al lado. Yo era espaldista y sorprendentemente rápida, esa era una novedad con la que no contaba. El deporte siempre había sido un tormento para mí, pero con la natación todo era progreso, tiempos cada vez más cortos, mayor resistencia, músculos cada vez más fuertes.
Tan rápido fue el ascenso como el olvido, la entrenadora dejó el equipo de natación y rápidamente casi todos perdimos el interés y abandonamos también. Dejé de entrenar a los 14 y no volví a hacer un largo hasta diez años después.
Fue en 2010, un año bastante oscuro en el que volví a mi pueblo con una sensación horrible de fracaso después de haber estudiado fuera, sin ninguna esperanza en el mundo laboral. Pasaba los días solicitando becas artísticas, mandando currículums a institutos para trabajar de profesora y dando clases particulares a una adolescente empanada para tener un mínimo de independencia económica de mis padres. Estaba muy triste, el futuro me parecía una neblina que no era capaz de vislumbrar y en ese intento por llenar mi tiempo de algo de sentido me apunté a la recién estrenada piscina cubierta de mi pueblo. El primer día fue horrible, no sé si llegué a durar 25 minutos en el agua y después de cada largo creía que iba a vomitar del esfuerzo. Sentí exactamente esto que tan bien relata Cristina Rivera Garza en ese libro tan importante que es El invencible verano de Liliana.
La primera vez que me metí al agua nadé apenas unos doscientos metros, pero salí exhausta. El agua, además, se sentía extraña: dura, compacta, como si estuviera nadando en un carril que iba de subida.
El socorrista me corregía aunque tenía tan poca confianza en mí misma que ni siquiera me planteé ir a clases de perfeccionamiento. Poco a poco fui recuperando la forma, recordando las instrucciones precisas de Alicia y defendiéndome cada vez mejor.
Las piernas las mueven las caderas, no tires de rodilla, las rodillas solo ayudan.
Aprieta el abdomen
Rota los hombros.
No metas la cabeza.
El reencuentro con la piscina se truncó al año siguiente cuando me mudé a Madrid y empecé una temporada frenética compaginando varios trabajos y estudios. Unos años después, cuando por fin conseguí un trabajo estable con una piscina pública cerca, retomé la natación y empecé mi peregrinación por varias piscinas de Madrid.
Creo que solo cuando empecé a escribir, en 2022, empecé a entender que nadar no era solo nadar. Estaba la parte física, por supuesto, un deporte que me sienta bien y en el que soy más o menos decente, pero no era solo eso. Nadar es para mí una experiencia estética.
Por un lado está el sonido, que para mí es como meditar, cuando me meto en la piscina es como si le bajara el volumen al mundo con un mando a distancia. En mi anterior trabajo, cuando pasaba horas de reuniones absurdas rodeada de gente hablando como cacatúas sin decir nada, intentaba concentrarme en el sonido del agua para abstraerme. Me obsesioné con reproducirlo, llegué a buscar pistas de reproducción que se asemejaran. Pero precisamente lo increíble de ese sonido es que no hay ninguno que se le parezca, no se puede capturar. No se parece al sonido del mar, ni al de una fuente, esos clásicos de las listas de relajación. Es algo mucho más complejo, es como una matrioska de sonidos que envuelven a otros. Cuando nado pienso en todas las capas de sonido, en el del agua que yo muevo, en la que otros mueven, en el sonido del pabellón, el de la m30, el de Madrid entero. Pero también oigo mi respiración, mi oído interno, mi estómago. Siento exactamente esto que dice Eider Rodriguez en Material de construcción.
Cuando me pongo el gorro no oigo casi nada más allá de mi respiración y del agua. En la piscina juego a distinguir los diferentes sonidos: el impacto de la gente al zambullirse, las burbujas trepando desde el fondo hasta la superficie, la alegría de las salpicaduras, las corrientes que se abren paso seductoramente, y el que más me gusta, el sigiloso, triste y de alguna manera hermoso sonido que hace mi cuerpo al deslizarse, sobre todo cuando el modo de nadar es particularmente preciso.
Y luego está lo visual. Mi hora favorita para nadar son las 15.30 porque el sol pega con fuerza atravesando los cristales de la piscina y proyectando ondas preciosas en el agua como en un cuadro de David Hockney.
Tanto le gustaban a Hockney estas ondas que las pintó en el fondo de una piscina.
Me encanta que en la piscina operen otras normas, las propias del mundo acuático. Que abandonemos la bipedestación, que no pesemos. La piscina me parece un universo mágico, inclusivo, respiro a izquierda y veo a un grupo de jubiladas haciendo aquagym, moviendo con gracia unas pesas de corcho debajo del agua, respiro a derecha y veo fotogramas cortos de niños pequeños moviendo las piernas frenéticamente, como si fueran ranitas, con sus neoprenos cortos, agarrados a sus churros, en una lucha con todas sus fuerzas por mantenerse a flote. Me encanta esto que dice la artista y ex nadadora olímpica Leanne Shapton en su precioso libro Bocetos de Natación.
Mirar a alguien que nada bien es el equivalente visual de acariciarle la cabeza a un perro de pelaje suave: algo natural y maravillosamente dulce, perfecto. Nunca puede saberse si un nadador es bueno o no cuando está fuera del agua. Observo cómo una mujer alta y elegante, con un bañador que le queda perfecto, se mete y presenta un crol espantosamente remilgado y vacilante. Un hombre bajo y gordito, sin gorro ni gafas de natación, se zambulle y produce un delicado estilo mariposa.
En mi piscina pasa exactamente lo mismo, hay un hombre que aparentemente no está en forma, con un bañador de playa color beige horrible y un gorro cutre que nos da una lección de estilo con su crol impecable a todos los de la calle rápida.
Como decía más arriba he probado varias piscinas a lo largo de mis mudanzas y cambios de trabajo pero desde que vi El Nadador, película de 1968 dirigida por Frank Perry y Sidney Pollack, basada en un relato de John Cheever, tengo la fantasía de recorrer Madrid a través de todas sus piscinas públicas cubiertas. Me encantaría hacerlo llevando solo bañador, albornoz y chanclas, poco más equipada que Ned Merrill (Burt Lancaster) el protagonista, que recorre descalzo y en un slip negro todas las piscinas del valle en el que vive irrumpiendo en casas y fiestas privadas, haciendo largos y tomando cócteles. (Luego la cosa no termina tan bien como pinta)
Sería imposible recorrer las 52 piscinas en un solo día, pero podría hacer etapas por distritos. La primera podría ser una ruta este, partiendo de la de Fuente del Berro. De ahí a Moscardó en la Guindalera, luego la de Pradillo en la Prospe, de Pradillo a San Juan Bautista, de ahí a San Blas y de San Blas a la Almudena. Podría hacer 20 largos en cada una, que serían un total de 3km. Una especie de duatlón urbano porque para desplazarme de una a otra creo que lo más viable sería ir en bici. En bici eléctrica y en albornoz, por supuesto.
A lo mejor me he venido un poco arriba, pero es que investigando para esta carta, vi en Disney Plus, La joven y el mar, inspirada en la historia real de la primera nadadora que cruzó el canal de la Mancha a nado y todo me parece posible. Trudy Ederle con solo 19 años logró cruzar a nado los 33 km del canal en 14 horas y 34 minutos batiendo en dos horas el récord masculino.
La cinta es exagerada y épica a más no poder y contrastándola con la historia real manipula bastante la realidad para acentuar el gran hito que supuso la travesía de esta nadadora de ascendencia alemana. Pero de todas las exageraciones de la peli, la única que no lo es, es el recibimiento que tuvo cuando volvió a Nueva York después de conseguir su reto. ¿Cómo es posible que un hito de este calibre se haya olvidado así y haya que rescatarlo con una película casi 100 años después?
Yo nunca he conseguido nadar en aguas abiertas. Es una paradoja que habiendo nacido casi a la orilla del mar, el agua salada me produzca urticaria. Pero ese no es el único inconveniente, necesito el límite de la piscina para controlar mi progreso. Este verano intenté entrenar en la playa tomando como referencia distancias. La que había entre las torres de vigía, o entre las boyas pero la verdad es que el mar abierto me da un poco de miedo. Me gusta nadar contando los azulejos del suelo, ver nítidamente todo lo que hay en la piscina, distinguir tapones de los oídos, gomas, bolitas de pelo. Me da seguridad ese espacio controlado. No puedo concentrarme en mi respiración si debajo solo veo una masa verdosa bamboleante. Por eso creo que la opción perfecta sería una piscina integrada en el mar. Como la Piscina das Mares que diseñó Álvaro Siza en Leça da Palmeira, Oporto. Me imagino sacar la cabeza para respirar y ver esas rocas preciosas y del otro lado la orilla amplia, la arena sedante. Imagino nadar a espalda y en lugar de seguir la línea recta de hormigón que sigo en mi piscina y las banderillas que anuncian la llegada del bordillo, ver las nubes, el cielo abierto.
Las piscinas públicas integradas en espacios naturales me parecen la mayor muestra de civilización que existe, como esta que se va a abrir este verano en Nueva York, una piscina flotante que filtrará las aguas del east River para que los neoyorquinos puedan boquear como pececitos mirando rascacielos.

Madrid también tuvo una piscina en el Manzanares, La Isla, diseñada por Gutierrez Soto que por desgracia se demolió en los años 50. Qué diferentes habrían sido los veranos que he pasado despegando las suelas del asfalto volcánico del centro de Madrid si me hubiera podido refrescar en algún charquito.

Voy a ir cerrando esta carta con una selección de piscinas en las que me encantaría hacer unos largos.
Buscaré billetes de tren baratos, e incluso me iré solo con la mochila y el bañador cuando reabran la Escullera en Barcelona, la piscina cubierta más antigua de España, de estilo art decó e inaugurada en 1924.
Tampoco estaría mal probar el cloro de esta joya modernista acuática, la piscina berlinesa Stadtbad Charlottenburg, la más antigua que se conserva en la capital, construida en 1898.
Sin salir de Berlín, me gustaría remojarme también en esta joya industrial de principios de siglo XX en pleno centro de la ciudad.
Bucearía intentando distinguir la imagen bajo el cristal del fondo de la piscina de la Alhóndiga en Bilbao.
Y podría cerrar este tour acuático-estético con esta maravilla en un pueblito de 3500 habitantes en la Bretaña francesa, Saint-Méen-le-Grand.
Cuando me arrasa la pereza y dudo si enfundarme el bañador y recorrer los escasos 10 minutos que me separan de la piscina, pienso en el increíble milagro que es cambiar de medio, en las ondas del agua turquesa, en el ventanal desde el que veo ese árbol imponente, en que durante 40 minutos habitaré otro mundo y en que todo esto está a mi alcance por 2’5€ y creo que hay que estar muy loca para pensárselo siquiera.
Me ha encantado eres una artista siempre lo he sabido.
Odio nadar y me han dado ganas de hacerlo. No va a ocurrir. Pero, de verdad, qué bonito todo